Las Dimensiones Éticas de lo Público

AutorFabián Corral Burbano de Lara
Páginas53-66

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Por largo tiempo, algunas doctrinas, los lugares comunes predominantes y el proceso de simplificación del pensamiento, mantuvieron arrinconada a la ética en los obscuros rincones de la intimidad personal. Se esforzaron los pensadores en marcar distancias entre el derecho positivo y la moral y en convertir a la ley en puro objeto de la técnica jurídica, icono neutro labrado por la lógica. Así, las constituciones, transformadas en creaciones ideológicas desconectadas de la realidad, se impusieron a los pueblos como vestuarios cortados por la sabia tijera del racionalismo.

La pretensión de moldear a las sociedades desde la caprichosa perspectiva de las doctrinas desembocó en las peores tiranías. El positivismo extremo y su hijo, el despotismo de los legisladores, fueron buenos aliados del totalitarismo.

América Latina es dramático ejemplo de la inadecuación de los sistemas norma-tivos a la realidad y de la consiguiente ineficacia de la ley entendida como presupuesto ideológico abstracto, a tal punto que, sin apartarnos del rigor analítico, y más allá de las metáforas que inspiran los episodios públicos de nuestros países, se puede afirmar que lo que tenemos no son estados de derecho -según la clásica propuesta de los pensadores liberales- sino anómalos estados sin derecho donde pros-peran los monopolios públicos y privados, un mercantilismo rampante y la frustración colectiva derivada, en parte, de la inseguridad jurídica, de la falta de proyectos nacionales que entusiasmen a la colectividad y de la frondosa expedición de reglas secundarias que, en la práctica, derogan las garantías constitucionales y neutralizan los derechos ciudadanos.

Pocos repararon, durante el auge del constitucionalismo formal que por ciento setenta años ha sembrado incertidumbre en Latinoamérica, que la democracia no es problema de reglas únicamente; que el estado de derecho no se edifica sobre el frágil terreno de los presupuestos teóricos; que la economía de mercado es tema que tiene que ver con la idiosincrasia y la cultura, y que debe estar empapada por la ética; que los gobiernos, su inestabilidad o su durabilidad, están vinculados con las lealtades que la gente común les presta y con la credibilidad que suscitan en cada ciudadano; que la ley rige eficazmente cuando se convierte en costumbre social, y que la vigencia jurídica de las normas debe estar avalada por la vigencia social de los supuestos en que la juridicidad se apoya.

Pocos admitieron que el ordenamiento legal debe plantarse en la cultura; que el sistema legal debe considerar, articular y defender los valores predominantes y respetar las nociones morales de la comunidad. La ilusión de la modernidad obscureció la capacidad de análisis y la humilde realidad dejó de tomarse en cuenta. Prevalecieron, entonces, las consideraciones hipotéticas, las brillantes abstracciones y la retórica discursiva. La ley se convirtió en ícono soberbio y la realidad fue vista como la especie hirsuta y montaraz que debía amoldarse a los cánones impuestos por los ilustrados.

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Probablemente en la falta de sintonía entre la abstracción constitucionalista, el positivismo abstracto y la realidad cultural y social, esté la clave para entender lo que ocurre en América Latina y en Ecuador, cuyo drama radica en la eterna búsqueda de identidad política, en la permanente confusión pública y en los perversos sucedáneos generados para reemplazar, siempre provisoriamente, a instituciones que no cuajan y a los deber ser que no prosperan. Por eso, parece apropiado aproximarse en esta oportunidad a las dimensiones éticas de lo público y a las lealtades que deberían afianzar la democracia, es decir a los soportes extrajurídicos de la legalidad y a los referentes extrapolíticos de la política.

Si las instituciones de la democracia y el capitalismo quieren funcionar adecuadamente, deben coexistir con ciertos hábitos culturales premodernos que aseguren su correcto funcionamiento- dice Francisco Fukuyama- Y agrega: Las leyes, los contratos y la racionalidad económica, proporcionan unas bases necesarias pero no suficientes para mantener la estabilidad y prosperidad de las sociedades postindustriales; pero también es preciso que cuenten con reciprocidad, obligaciones morales, responsabilidad hacia la comunidad y confianza, la cual se basa más en un hábito que en un cálculo racional. Esto último no significa un anacronismo para la sociedad moderna, sino más bien el sine qua non de su éxito.1Lo que intento aquí, por cierto, es una somera y provisional aproximación a tan arduos temas bajo el presupuesto de que el Derecho, como ley (Law), y los derechos como potestades y poderes individuales (rights), tienen que ver con la ética y con la cultura y que lo público no se agota en la Constitución, ni en las instituciones, ni en la burocracia, ni en los noticieros ni en los titulares de primera página.

El imposible gobierno desde arriba2

Es una quimera suponer que sin la virtud del pueblo, alguna forma de gobierno pueda asegurar la libertad o la felicidad, escribió James Madison. Así, con certeza y claridad, aludió al tema de la insuficiencia de los poderes entendidos exclusivamente como potestades legales desconectadas de sus bases de legitimación social y de participación ciudadana. Podemos decir, en la línea de pensamiento de Madison, que el buen gobierno exige buen pueblo.

Efectivamente, temas como la gobernabilidad, la eficiencia de las instituciones, la devaluación del servicio público, la credibilidad de la autoridad y la funcionalidad de la democracia tienen que ver con la necesidad, cada vez más admitida y creciente, de que el mundo jurídico que norma a la función pública busque su sustento no solo en la validez formal de las reglas, en su perfección técnica o en su razonabilidad ideológica, ni tan solo en su potencial representatividad política, sino, además, en una red extra legal de lealtades y valores que viniendo de la ciudadanía, la vinculen con el poder; que comprometan a la sociedad civil más allá del mandato jurídico y que coloquen a la autoridad en el incómodo pero necesario esquema de rendición de cuentas moral, que afiance y dote de soporte social a los métodos de control jurídico y a las responsabilidades legales.

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El gobierno desde arriba -entendido como el poder político formal, como autoridad y mando- y el Estado de derecho, son imposibles en la práctica -ineficaces en la terminología de Norberto Bobbio- si a las reglas jurídicas y a los controles políticos no se suman eficientes, oportunos y legítimos sistemas de control social implícito que operan desde el estado llano y en un ámbito distinto al de la ley. Eso supone, empero, que el pueblo tenga valores, que la conducta de la mayoría respecto de los asuntos de interés público funcione referida no solamente a intereses sino también a lealtades. Implica, por otra parte, que a la gente le importe el poder, y que correlativamente al poder le interese la credibilidad de los gobernados, no para manipularla con recursos demagógicos derivados de empleo cínico de los sondeos, sino para adecuar su conducta y sus estilos a las exigencias morales de la sociedad civil.

La coincidencia entre el interés y el entusiasmo de los ciudadanos por el buen gobierno -por su transparencia, honradez y eficiencia- y la correlativa importancia que los gobernantes den a la credibilidad pública como concepto ético, constituyen el nexo que hace posible el gobierno desde arriba. Y esto porque la gobernabilidad y la funcionalidad del sistema político tienen vinculación esencial con la confianza que es producto ciudadano que crece cuando la autoridad crea las condiciones para ello. La integridad en el manejo de la cosa pública potencia, suscita y despierta el apetito de integridad de la sociedad civil. Al contrario, la corrupción y el cinismo de gobernantes y partidos genera desaliento, tolerancia y admisión del ambiente de impunidad que es el más indicado para que prospere y se afiance la corrupción.

El poder necesita encontrarse- coincidir en algún punto- con la sociedad civil en el terreno de la ética. Si ese encuentro no se da, se devalúa la legitimidad de la autoridad y del sistema político, es decir, se evapora la justificación moral del derecho a mandar. En los problemas de ingobernabilidad está latente la deslegitimación de la función pública; probablemente por eso en los últimos tiempos aparece con tanta fuerza la necesidad de encontrar y revaluar los soportes éticos de la autoridad, que pasaron de moda en los tiempos de auge de la modernidad positivista.

Estos razonamientos son más evidentes, y más acuciante la necesidad de ponerlos en práctica, cuando se examina el tema en la perspectiva de los gobiernos locales, porque ellos no son sino el vecindario organizado o la visión cercana de la política y del servicio público. Mientras más próximo esté el poder y la administración a la sociedad civil, más importante es el concepto de integridad y la cultura de transparencia que deben actuar no como sucedáneos de los controles jurídicos, sino como su soporte social. Los valores o los antivalores- son el aire que respiran las instituciones. La cultura es el ambiente en el que se mueve la ley.

La necesidad de una ética pública y de conductas leales de los gobernantes frente a las expectativas y aspiraciones de los ciudadanos, y, a la vez, la necesidad de que la sociedad civil milite activamente por la integridad, tienen que ver con la legitimidad del sistema democrático, porque ... es difícil justificar la obligación de obedecer al derecho si tiene un nivel notable de corrupción.3

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Más aún, ... el intento de "juridificar" las relaciones de...

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