La influencia de la Carta Magna en el principio de legalidad

AutorRafael Oyarte
Páginas89-110

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Introducción

Hernán Salgado sostiene que la Carta Magna, “antes que marcar el comienzo de un nuevo proceso político, entraña la culminación de otro antiguo”,1no solo por su antigüedad sino porque transforma la conformación del derecho consuetudinario inglés con la elaboración de un pacto escrito impuesto al rey por los nobles, obligándole a reconocer derechos y libertades, siendo uno de ellos el de no ser “arrestado, o detenido en prisión o desposeído de sus bienes, proscrito o desterrado, o molestado de alguna manera”, ni se dispondrá de él o se lo pondrá “en prisión, sino por el juicio leal [legal] de sus pares, o por la ley del país” (art.
30), estableciendo, además, que la multa debe ser “en proporción a la gravedad” de la falta (art. 20).

Esta norma, escrita hace ochocientos años, fue una gran conquista en el mundo del derecho. Pero esa antigüedad no nos puede hacer creer que, a estas alturas, todo está dicho y que nada más hay que hacer. Total, el principio de progresividad de los derechos, que en nuestro derecho se encuentra positivizado (art. 11, No. 8, 82, 441 y 442 CE). Eso de creer que porque algo está consagrado en la norma, como ocurre con el principio de legalidad (art. 76, No. 3, y 132, No. 2, CE), se aplicará invariablemente y, en caso contrario, vendrán las consecuencias, es algo harto lejano a la realidad, como ha ocurrido en determinados momentos históricos más cercanos a nuestros días que a la firma de la Carta Magna.

Así, “los jueces, que a partir de ese momento podían acabar cualquier día en la calle, fueron informados de que su poder había aumentado de manera inconmensurable: ahora eran “jueces de la nación”, “jueces soberanos”. Ya no tenían por qué atenerse tímidamente a la ley. Es más, ni siquiera debían hacerlo”. Las deliberaciones de los tribunales variaron y adoptaron una forma extraña, pues el

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nuevo juez, un hombre joven frente a los antiguos y viejos integrantes, “hacía gala de unos conocimientos jurídicos sorprendentes”, pasando por alto disposiciones legales expresas y, pese a quedar en evidencia, “no se daba por vencido, sino que, con elocuencia y una voz ligeramente subida de tono, exponía cómo el antiguo derecho basado en artículos se había quedado atrasado en tal punto; explicaba a sus colegas de más edad que era necesario fijarse en el espíritu y no en la letra de la ley”, palabrería que hasta hace un tiempo hubiese significado la suspensión de quien se presentaba en esas condiciones a un examen de grado, pero que “ahora se estaba exponiendo como si fuera una verdad indiscutible”, pese a los ruegos de esos miembros antiguos en miras a mantener la ley.

¿Dónde ocurrió aquel relato? Pues así “funcionaba el tribunal cameral de Berlín en abril de 1933. Se trataba del mismo tribunal cuyos miembros habrían preferido ser encarcelados por Federico el Grande unos ciento cincuenta años atrás antes que modificar por orden del gabinete real una sentencia que considerasen correcta”. Es más, en 1933 “no hizo falta ningún rey, ni siquiera fue necesario que Hitler interviniera personalmente para “unificar” el tribunal cameral y su jurisprudencia. Bastó un par de jueces menores con modales enérgicos y conocimientos jurídicos insuficientes”.2

Sostener el principio de legalidad no es sostener el positivismo: la legalidad no implica ignorar la tridimensionalidad del derecho –norma, valor y hecho social–, menos aún sostener la aplicación de derecho inconstitucional (cosa que es puro derecho positivo). Creer eso es pensar que el iusnaturalismo ignora la ley. Una cosa es juzgar la justicia de la ley y otra, muy distinta, despreciar la legalidad. La legalidad es un derecho fundamental y sobre ella descansa el principio de seguridad jurídica.

Cuidado con caer en lo que autores como Pedro Salazar Ugarte denominan como garantismo espurio, indicando lo que sigue:

De tal forma que lo que surgió en el ámbito del Derecho penal como una concepción orientada para reducir el decisionismo judicial y, por tanto, brindar mayor certeza, seguridad y garantía jurídica a (los derechos de) las personas, en manos de algunos jueces constitucionales, se está transformando en un ardid para escapar de los vínculos constitucionales e impartir “justicia” desde la arbitrariedad moral o política. De esta manera, esta especie de “estrella polar” de la modernidad jurídica, en una trágica paradoja, se está convirtiendo en la mascarada del arbitrio judicial. En una suerte de “garantismo espurio” que, a la vez que cubre la arbitrariedad del juez, va perdiendo su significado original y, con este, su sentido prescriptivo. No sería la primera vez que

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una empresa ilustrada, al entrar en contacto con la rozza materia, se convierte en su contrario.3Esa arbitrariedad enmascarada se produce cuando el garantismo es un pretexto para tomar una decisión que “implicaría adoptar criterios de interpretación que deberían valer para otros casos similares (pero a los cuales se les trata diversamente)”,4realidad descrita por este académico que, lamentablemente, también se relejaría en nuestro país.

El principio de legalidad o de reserva de ley, en la actualidad, se deriva en dos vertientes: la legalidad en la tipificación de infracciones y la legalidad en el establecimiento de sanciones, debiéndose tener presente que hasta la Constitución de 1998 esta se extendía a una tercera vertiente que era la relativa al procedimiento.5Es materia de ley la tipificación de infracciones y el establecimiento de sanciones (art. 132, No. 2, CE), lo que constituye no solo una exigencia formal sino el cumplimiento de una garantía genérica dentro del debido proceso, que establece que nadie puede ser juzgado ni sancionado por un acto que, al momento de come-terse, no esté tipificado por la ley como infracción ni se le aplicará una sanción no prevista por la Constitución o la ley (art. 76, No. 3, CE), principio de legalidad que se reconoce en varios instrumentos internacionales en materia de derechos humanos (art. 11.2 DUDH, 9 CADH y 15 PIDCP).

En este estudio se revisa, en primer lugar, el significado de la reserva de ley, para luego introducirse en las condiciones y limitaciones que implica la consagración del principio en tratándose de la tipificación de infracciones como del establecimiento de sanciones, concluyendo con los aspectos relacionados con la irretroactividad de la ley sancionatoria y sus casos de excepción.

La reserva de ley y la reserva de código

La reserva legal implica el “reconocimiento de un ámbito de competencia cuya regulación se reservaba a la potestad legislativa, implicaba la posibilidad de invalidar las normas sobre materias de ley establecidas en ejercicio de otras potestades, aplicando como principio el de la competencia”.6Ahora bien, no solo que el constituyente ha previsto una reserva legal sino que ha establecido materias reser-

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vadas a otras categorías normativas, esto es, asuntos que deben ser regulados por otra clase de preceptos como las ordenanzas y los reglamentos.

La Constitución ecuatoriana establece una reserva legal diferenciando el ámbito material de las leyes orgánicas en el artículo 133 de su texto, del ámbito de las leyes ordinarias, en el artículo 132, sin que ninguna pueda, válidamente, invadir a la otra, pues se han establecidos los límites y condicionamientos de la actividad legislativa. Como se observa, la tipificación de infracciones y el establecimiento de sanciones está reservado a ley ordinaria (art. 132, No. 2, CE), aunque en nuestro país el legislador resulta harto liberal en esta materia, pues no solo incorpora normas en cuerpos legales orgánicos –lo que no resulta inconstitucional, desde que en un cuerpo normativo se pueden contener normas orgánicas y ordinarias–, sino que crea códigos que contienen normas sancionatorias como orgánicos, como ocurre con el Código Orgánico Integral Penal.

Lo primero que hay que indicar, entonces, es que normas inferiores a la ley no podrían tipificar infracciones y establecer sanciones –ya se verá si normas superiores, como la Constitución y los tratados, pueden hacerlo– tal como, en segundo lugar, las leyes no pueden invadir el ámbito competencial de esos preceptos subordinados.

En este sentido, una ordenanza o una norma regional no podría invadir las reservas de ley establecidas en los artículos 132 y 133 de la Constitución,7pero, por otra parte, la ley tampoco puede invadir el ámbito de competencia de una ordenanza, así, por ejemplo, en materia de creación, supresión y fusión de parroquias (art. 132, No. 5, CE, y 25 COOTAD). Del mismo modo, hay cuestiones que están reservadas al reglamento autónomo, como el establecimiento del número de ministerios, su denominación y asuntos de su competencia (art. 151, inc. 2o., CE), por lo que no pueden ser establecidos por leyes.8Ahora bien, en materia penal hay autores que recomiendan ir más allá de la reserva de ley y arribar a una reserva de código, es decir, que el catálogo de infracciones y de sanciones penales se concentre en un solo cuerpo normativo.

Una reserva de código tiene notorias y notables ventajas, no solo prácticas sino de naturaleza constitucional. En la práctica, obviamente resulta mucho más cómodo para el destinatario de norma que todas las infracciones penales se encuentren aglutinadas en un solo texto, pero eso, a su vez, constituye una gran ventaja constitucional si se considera el principio de seguridad jurídica (art. 82 CE), pues

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este es llevado a un grado superior de cumplimiento: al evitarse la dispersión normativa el receptor de la norma, que somos todos, puede conocer con mayor certeza cuáles son las conductas reprimidas y qué comportamientos no están restringidos.

Hago presente que el mero hecho...

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